
Un
siglo casi después, de esta hermosa definición, podemos aseverar
prácticamente, que el arquitecto ha dejado de ser un jugador, para
pasar a ser un deportista. El desarrollo de su actividad en un marco
comparativo con los demás jugadores, y la motivación extrema de
salirse con la suya, en términos de resultados, acaban estableciendo
los términos de la competición.
Después
de muchos años jugando a este eficaz deporte internacional de los
concursos, echabamos de menos, el juego alegre de la arquitectura.
Parece que, no sólo, el juego de l@s niñ@s ha sido relegado al txoko
de los juguetes, sino que se ha impuesto, entre todos, un estado de
amnesia adulta generalizada, que nos acerca efectivamente al trabajo
serio y acaba por despreciar el juego como algo infantil, dándole un
sentido peyorativo.
Así
que coherentemente, hemos dejado el deporte, y hemos vuelto a jugar, eso
si, con niñ@s, al magnífico juego de los volúmenes bajo la luz.
Otra vez la arquitectura se formula de manera lúdica; jugamos
juntos, estableciendo reglas que nos ayudan precisamente a
relacionarnos libremente con la arquitectura. Por
fin, han desaparecido el miedo al fracaso y al éxito, y la
arquitectura nos conecta con el mundo.
Ahora,
después de unos años jugando a este juego sabio de la arquitectura
con los pequeños, maestros en el taller, nos damos cuenta de la miopía
que estabamos desarrollando, al pensar que se podía perder haciendo
arquitectura, de lo malo que era el deporte de competición, donde
los jugadores olvidamos que la finalidad en si misma del juego, es
gratuita, desinteresada, e intrascendente también.
Charles & Ray Eames...jugando.
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